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4 abr 2016

El principio del fin (capítulo 2 de 4)




Este relato pertenece a la cuarta ronda de la iniciativa Blogs Colaboradores.






En la actualidad…

Hola Darío.. Sí no soy muy original poniéndote un nombre pero tampoco quería llamarte algo tan obvio como "diario" por lo que se me ocurrió este juego de palabras, así que a partir de ahora te llamaré así. Siento no haberte seguido contando la historia de lo que pasó, pero tampoco sabía como continuarla, todo pasó demasiado rápido y aún hoy en día continuo poniendo en orden mis pensamientos y tratando de entender qué y por qué pasó todo aquello....

Habían pasado unas pocas semanas desde que abrí la caja...

Al despertarme aquel día y al ir a comer algo, me di cuenta de que las provisiones escaseaban. Tomé una manzana de mi mochila, la última pieza de fruta que vería en mucho tiempo, pues al ser alimento perecedero, dudaba que encontrara algo similar en buen estado pues todo estaría ya podrido o camino a ponerse feo. Mientras comía la preciada fruta, me colgué mi mochila sobre los hombros y salí del improvisado camping que había montado hacía unos días a las afueras de Walla, caminando entre el cobijo de los árboles, en aquellos momentos muertos, que todavía quedaban a mi alrededor.

Me encontraba escondida tras unos marchitos arbustos. Frente a mi la carretera que separaba el bosque de la pequeña ciudad que me vio crecer, y al otro lado de la misma, una gasolinera con una pequeña tienda en su interior. Parecía intacta, al parecer nadie había llegado antes, por lo que no parecía estar saqueada todavía. Tal vez ahí tenía una oportunidad de llenar mi mochila con comida y sobretodo agua.

Pero no me atrevía a salir de mi escondite. ¿Y si los otros me veían? Se parecían a mis vecinos, amigos y a la gente que quizá me hubiera cruzado antes tomando un café en Barny´s o de compras en el pequeño centro comercial, pero no eran ellos o poco quedaba de aquellas personas. Ya no tenían la capacidad de pensar por ellos mismos, no parecían reconocer a nadie y sobretodo, y esto era lo más fácil para distinguirlos, habían perdido la capacidad de hablar, ahora tan solo emitían gruñidos tal cual estuvieran enfadados todo el tiempo.

Mi madre era uno de ellos. Había enfermado haría una semana con la epidemia que estoy segura yo misma había desatado al abrir aquella maldita caja, pero jamás le dije, ni a ella ni a nadie. Ella pensaba que había sido el gobierno el encargado de abrir la caja, nunca se lo discutí porque en cierto modo tenía razón. Yo no la hubiera abierto si ellos no la hubieran dejado donde alguien como yo pudiera haberla encontrado, o al menos eso era lo que yo quería pensar para sentirme algo mejor, más no parecía funcionar del todo, pues no cambiaba el hecho de que pensaba que había tomado la decisión equivocada y que por culpa de mi curiosidad nos encontrábamos en aquel embrollo.

Al parecer éramos demasiada población, el asunto se les estaba yendo de las manos, lo explicaron al principio de la epidemia, pero la verdad no entendí demasiado bien aquellas palabras técnicas que la señora de las noticias leyó en sus notas frente a todo el país. Mi madre me explicó entonces que cuando la población se descontrola surgían guerras o catástrofes ya fueran provocadas o naturales, como el calentamiento global, y que solo unos pocos lograban sobrevivir para comenzar de nuevo. En mi opinión una mierda, porque... ¿Quién podía elegir quien se quedaba o se iba y podía dormir por las noches con su conciencia manchada?

De pronto escuché ruidos, pasos arrastrándose... eran ellos, los otros. Estiré el cuello levemente para mirar por encima de los arbustos. Si salía ahora y corría hacía la gasolinera, todavía tendría una oportunidad... Los pasos no se acercaban ni a mi ni al establecimiento, si no que sus cuerpos malolientes se arrastraban tras la tienda. Era ahí donde debían estar en grupo reunidos, al acecho de alguien a quien comer.

Fue entonces que armándome de valor, decidí salir y correr...

Agarré el cuchillo de carne, que conseguí antes de salir de casa, tan solo para defenderme, aunque al menos de momento nunca lo había llegado a utilizar, tan fuerte que noté como el mango se me clavaba en la palma de mi mano.

Y corrí... Corrí tan rápido como mis piernas me daban, hasta cruzar al fin la puerta de la tienda, que estaba entreabierta, cómo si alguien hubiera escapado de allí tan deprisa que se hubiera olvidado de cerrarla.

Pero algo estaba mal. Algo no olía bien allí. Y no era el hecho de que llevaba sin ver una ducha por tres semanas. Era algo diferente.

Y entonces lo vi...

Tras el mostrador. Sucio y desaliñado. Desde donde estaba parecía normal aunque no podía verle bien la cara, pero tampoco es que me pudiera fiar de nadie en aquellos tiempos. Así que me escondí tras la estantería que quedaba a mi derecha, alzando mi cuchillo a la altura de mi pecho y apuntando con la punta hacía el frente, preparada para atacar si se acercaba.

Y de repente lo oí...

El gruñido tan característico y que desde hacía días intentaba evitar. Era uno de ellos. De los otros. De los que, al igual que mi madre, se infectaron en la epidemia. Los que ya no distinguían a quienes una vez conocieron. Los que el gobierno fracasó en su plan de erradicarlos del mundo.

Se estaba acercando. No podía quedarme ahí. Sabía que era mejor que me adelantara, lo enfrentara y le clavara el cuchillo en la frente. Pero mis piernas parecían pensar por sí mismas y al parecer no opinaban lo mismo, pues no conseguía moverme.

Mas pasos arrastrados...

Agudicé mi oído..

Parecía acercarse por mi derecha...

Hice una cuenta atrás en mi mente, con la intención de salir frente a él.

3...
2...

Inhalé una gran bocanada del apestoso aire a mi alrededor y lo expiré lentamente por mi boca. Entonces, antes de que el valor me abandonara, salí de mi escondite. Era...

Me paralicé.

No podía ser.

No podía ser él.

Mi mente quedó en blanco. No podía asimilar lo que mis ojos estaban viendo tras de mí. Porque simplemente no podía ser, debía ser una broma cruel del destino.

No. Me había enfermado seguro y estaba aquí teniendo una alucinación.

Pero en el fondo sabía que era verdad. Qué tenía que matarlo, o re matarlo. Qué él haría lo mismo conmigo si estuviera en mi lugar. Qué esa no era la vida con la que habíamos soñado. Y qué si no lo hacía, si no le clavaba el cuchillo antes, él acabaría por matarme a mí. Porque ya no me distinguía. Ya no distinguía a nadie, ni siquiera a él mismo.

Pero era difícil dar el paso. No podía hacerlo...

No podía simplemente matar a Dani.



«Continuará»

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